En definitiva, Crónicas las de Carlos Grande, transcritas por el pendolista Martínez Morán, que son absolutamente justas y necesarias en el páramo de nuestras existencias, son nuestro deber y salvación... Nadie en su sano e insano juicio daría la espalda a tanta verdad...
Ceres
Son, de alguna manera, un club de fans.
Idolatran a Mía y a Ana, y te recibirán, si te animas a participar en sus
retos, con los esqueléticos brazos bien abiertos. Participan en una competición
sin final hacia el hueso: quizás quieren verse el alma en directo, sin
interferencia de la carne, pero no han podido encontrar un camino más
equivocado... salvo que deseen, en el fondo, verse muertas. Creo que se trata
de eso: no existir. Sí, es posible que solo el esqueleto las satisfaga: las
imagino midiéndose las inexistentes caderas (la cinta métrica, más voluminosa
que su brazo), con los deditos como cañas quebradizas en las mejillas. «¡Ah,
pobre yo misma! ¡Yo me conocía, Mía! ¡Cuántas veces corrí con las fuerzas que
ahora me faltan, querida Ana! ¡Yo me pertenecía porque tenía masa y cuerpo y
azúcar en las venas! Y ahora ni siquiera conservo la carne de los labios, solo
soy la costilla famélica de la esclavitud plomiza de la emesis. Debo seguir
adelante».
Teclean y
vomitan. Vomitan, saltan al portátil. Llegan pronto a la pantalla y narran su
pavorosa cima. Un trino de satisfacción incomprensible, otro hito en la
bitácora. Se creen quiméricas heroínas. Alguien aplaude. Ahora están un gramo
más delgadas y continúan con el enloquecido sacrificio al que se han condenado.
Ellas lo llaman «carrera»: su particular cursus horrorum.
Se
fotografían con obsesión las muñecas, el pecho autofagocitado, el armazón de
los muslos. Nada más diferente a la vida. Se retratan la barbilla y las clavículas,
dolorosamente afiladas, y las demás jalean. «¡He pecado! —grita alguna—. ¡Cené!
¡Anoche cené una loncha de pavo!». Y las demás animan. «No sucede nada
—tranquilizan con la naturalidad atroz de lo aberrante—. ¿Ya te has metido los
dedos? No dejes de hacerlo. Y mañana no comas». Alguien se jacta de que la han
llevado a urgencias esa misma tarde; otra reza, en el sentido más estricto de
la palabra, por no comer nunca jamás: es débil, se confiesa, aún añora las
pipas de girasol; otra más subraya con orgullo su marca personal: ya acumula
cuatro meses sin período.
Aquí hace muchísimo más frío que en cualquier otro lugar: ni una
sola caloría, ni una sola puerta de emergencia. Gélida superficie enrarecida.
Sus bitácoras, todavía infantiles, rosas, garabateadas de florecillas, parecen
una caricatura macabra del suicidio romántico, ya de por sí grotesco. ¿Quiénes
son más allá de sus perfiles de hojas secas?, ¿qué personitas indefensas corren
en paralelo a este malsano espejo surcado de esperpentos?, ¿de verdad no hay
ningún medio para decirles que están matándose a cucharadas soperas de vacío?
(¡Gracias a Isabel por las fotografías!)
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