Ceres
Son, de alguna manera, un club de fans.
Idolatran a Mía y a Ana, y te recibirán, si te animas a participar en sus
retos, con los esqueléticos brazos bien abiertos. Participan en una competición
sin final hacia el hueso: quizás quieren verse el alma en directo, sin
interferencia de la carne, pero no han podido encontrar un camino más
equivocado... salvo que deseen, en el fondo, verse muertas. Creo que se trata
de eso: no existir. Sí, es posible que solo el esqueleto las satisfaga: las
imagino midiéndose las inexistentes caderas (la cinta métrica, más voluminosa
que su brazo), con los deditos como cañas quebradizas en las mejillas. «¡Ah,
pobre yo misma! ¡Yo me conocía, Mía! ¡Cuántas veces corrí con las fuerzas que
ahora me faltan, querida Ana! ¡Yo me pertenecía porque tenía masa y cuerpo y
azúcar en las venas! Y ahora ni siquiera conservo la carne de los labios, solo
soy la costilla famélica de la esclavitud plomiza de la emesis. Debo seguir
adelante».
Teclean y
vomitan. Vomitan, saltan al portátil. Llegan pronto a la pantalla y narran su
pavorosa cima. Un trino de satisfacción incomprensible, otro hito en la
bitácora. Se creen quiméricas heroínas. Alguien aplaude. Ahora están un gramo
más delgadas y continúan con el enloquecido sacrificio al que se han condenado.
Ellas lo llaman «carrera»: su particular cursus horrorum.
Aquí hace muchísimo más frío que en cualquier otro lugar: ni una
sola caloría, ni una sola puerta de emergencia. Gélida superficie enrarecida.
Sus bitácoras, todavía infantiles, rosas, garabateadas de florecillas, parecen
una caricatura macabra del suicidio romántico, ya de por sí grotesco. ¿Quiénes
son más allá de sus perfiles de hojas secas?, ¿qué personitas indefensas corren
en paralelo a este malsano espejo surcado de esperpentos?, ¿de verdad no hay
ningún medio para decirles que están matándose a cucharadas soperas de vacío?
(¡Gracias a Isabel por las fotografías!)
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